Tecnologías de Interfaces Neuronales
Las tecnologías de interfaces neuronales bailan como un hámster en una rueda de neón, frenéticas y sin descanso, que quisieran leer en los sueños de los cerebros como si fueran viejas cuevas de murciélagos apiladas con tatuajes digitales. En ese laberinto de impulsos y sinapsis, los ingenieros no solo intentan conectar mentes y máquinas, sino fundir ambas en una amalgama caótica de pensamientos y circuitos, como si un pulpo de pensamientos pudiera tejer redes entre estrellas. La idea de instalar un ‘puente psíquico’ no resulta demasiado distinta de colocar un inalámbrico de tensor en medio de un mar de nervios; solo que en este mar, las criaturas no tienen ojos, sino símbolos flotantes que solo suponen ser significado.
Casos prácticos nos llevan por senderos tan enrevesados como las entrañas de un reloj de arena invertido. Tomemos la historia del proyecto Neuralink, patrocinado por un Elon Musk que ya no sabe si visualiza utopías o pesadillas, lanzado con la promesa de entrelazar mentes humanas con inteligencias artificiales en un abrazo de porcelana y electrones. En un día hipotético, un operario con unos chips en el cráneo podría, en lugar de escribir un correo, simplemente pensar en un récord de rap y que el zumbido de la máquina lo transforme en una sinfonía que retumba más allá del pensamiento ordinario. Pero en esa misma realidad surrealista, un sujeto en un hospital psiquiátrico puede tener momentos donde ideas se filtren en su mente como si fueran transmisores de radio en sintonía con una señal de sombra múltiple.
Pero los límites se vuelven difusos cuando estas interfaces no solo almacenan información, sino que también aprenden a predecir movimientos o decodificar emociones, como si un psicoanalista cibernético pudiera leer los pensamientos más recónditos de una pintura enredo o una historia que todavía no empezó a contarse. Por ejemplo, en la Universidad de Stanford, investigadores lograron que un mono controlara un cursor con solo pensamientos, sin mover un músculo, mientras las neuronas bailaban una coreografía que parecía más un ritual alienígena que una simple tarea técnica. La metamorfosis de estos experimentos ha sido parecida a transformar un teclado en un conjuro antiguo: un hechizo donde la voluntad se vuelve palabras en el aire, las ideas en código y los impulsos en armonías electrónicas.
Viajando hacia lo insólito, algunos pioneros ya sueñan con interfaces que no solo leen, sino que también escriben en el cerebro, como si las conexiones neuronales fueran pizarras digitales que también aceptan escritura externa. La inquietud reside en qué sucede cuando un dispositivo pudiera alterar los mapas mentales de una persona, como un chef reescribiendo una receta en la mente de un comensal sin que este se dé cuenta, sólo para terminar con una experiencia psíquica mutante, una especie de comunión neuronal que desafía toda lógica sensible. Un caso hipotético podría ser un soldado en el campo, cuyo casco neurotecnológico induce sueños de estrategia que luego se vuelven mapas tácticos en la conciencia híbrida, generando una especie de déjà vu de decisiones por tomar, como si el propio cerebro se convirtiera en una consola de videojuegos donde los ‘niveles’ se manipulan con ondas cerebrales.
Un suceso real, aunque mediático, fue el intento de BrainGate, una interfaz que logró que un parapléjico pudiera manipular un brazo robótico con solo pensar en los movimientos, transmitiendo esa ilusión en tiempo real a través de electrodos intracorticales. La belleza inquietante de esos instantes no residía solo en la hazaña técnica, sino en la posibilidad de que, quizás, en un futuro no tan lejano, las máquinas no solo entiendan nuestro lenguaje, sino que aprendan a entender nuestro silencio. La frontera entre controlar y ser controlado comienza a difuminarse cual pintura que se seca en un lienzo mutante, en una especie de diálogo continuo entre neuronas y microprocesadores que parecen dialogar en un idioma inventado en la frontera del sueños y la realidad.